Los jinetes by Joseph Kessel

Los jinetes by Joseph Kessel

autor:Joseph Kessel [Kessel, Joseph]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1967-01-01T00:00:00+00:00


CUARTA PARTE

La última carta

CAPÍTULO PRIMERO

Junto a la cabecera de Uroz se amontonaban en paquetes bien hechos cien mil afganis que el jefe del distrito había traído. Uroz llamó a Mokkhi, volvió la cabeza hacia los billetes de banco y dijo: —Coge un puñado. Compra lo necesario. Luego nos iremos.

—Zeré vendrá conmigo —dijo el sais—. Ella entiende más de esto.

Uroz tenía un tinte de cera verde y una boca color ceniza. La herida exhalaba un hedor horrible.

«No tiene para mucho tiempo», se dijo Mokkhi.

Zeré había vuelto a la cocina. Cuando oyó gritar su nombre en el patio, salió.

Mokkhi le dijo:

—Vamos al mercado. Escoge lo que necesitamos para el camino.

—¿Con qué dinero? —preguntó Zeré. Mokkhi abrió su enorme puño. Zeré musitó—: ¡Cuánto dinero! Toda mi tribu, durante toda mi existencia, no ha tenido la mitad… Apresurémonos. —Pero cuando estuvieron cerca de las tiendas aflojó el paso—. Los comerciantes jamás deben saber que uno tiene prisa. A esos ladrones les falta tiempo entonces para pedir mayor precio.

El sais, que seguía a Zeré como un niño obediente, veía con admiración revelarse en ella una mujer que le era desconocida. ¡Qué autoridad! ¡Qué conocimiento de las cosas, de la gente, del dinero! Zeré consiguió, de esta suerte, el precio más ventajoso, utensilios de cocina y de dormir, una tienda, provisiones de boca, ropa de abrigo.

Cuando sacos y fardos estuvieron reunidos, Mokkhi exclamó: —¡Jamás Jehol podrá llevarlo todo!

—Compremos un buen mulo —dijo Zeré. Luego suspiró—: Esta compra tengo que dejar que la hagas tú.

Entre los animales en venta, Mokkhi se decidió por un mulo de buena alzada y pelo gris.

—Me gusta, abuelo —dijo al chalán—. He visto pocos parecidos. ¿Cuánto pides? —El anciano se lo dijo y Mokkhi pagó sin regatear. Luego, acariciando al mulo con la ternura que le inspiraban todos los animales confiados a su cuidado, Mokkhi lo llevó ante Zeré—: Como ves —le dijo muy ufano—, yo también sé escoger.

—Y dejarte robar aún mejor —replicó la joven—. Has pagado por lo menos el doble de su valor.

Mokkhi se sintió entonces herido en su inocente orgullo y, por primera vez, al hablar a Zeré lo hizo con tono irritado.

—¡Qué importa! —dijo—. Uroz no quiere contar.

La joven miró al sais con mirada prolongada y penetrante.

—El dinero no es de Uroz. Es nuestro —dijo.

—Lo ha ganado él —musitó Mokkhi.

—¿Olvidas con qué apuesta? —preguntó Zeré.

—Ya lo sé… —dijo el sais—. Pero…

La joven le interrumpió para preguntarle:

—¿Todavía quieres que muera?

—Lo quiero —replicó Mokkhi.

Zeré bajó la voz:

—Entonces, puedes creerme, es cosa hecha. Dime, ¿a cuánto ascienden las necesidades de un cadáver?

El sais no pudo responder. Por boca de Zeré hablaba la razón. No la verdad. La muerte de Uroz… bien. Simple justicia. Había vendido a su sangre, a su pueblo. Quedarse con Jehol… sí. También era justo. Uroz se había desprendido de él. Pero el dinero… ¡no! El que lo cogía sacaba provecho del crimen, lo compartía. ¿Para qué, entonces, castigar a Uroz?

Zeré tomó el silencio de Mokkhi por consentimiento.

—Ese dinero —dijo— hay que ser imbécil para renunciar a él.



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